martes, 7 de junio de 2011

Del libro Tiene la noche un árbol

La tía Carlota

Siempre estoy sola como el viejo naranjo que sucumbe en el patio. Vago por los corredores, por la huerta, por el gallinero durante toda la mañana.

Cuando me canso y voy a ver a mi tía, la vieja hermana de mi padre, que trasega en la cocina, invariablemente regreso con una tristeza nueva. Porque conmigo su lengua se hincha de palabras duras y su voz me descubre un odio incomprensible.

No me quiere. Dice que traigo desgracia y me nota en los ojos sombras de mal agüero.

Alta, cetrina, con ojos entrecerrados esculpidos en madera. Su boca es una línea sin sangre, insensible a la ternura. Mi tío afirma que ella no es mala.

Monologa implacable como el ruido que en la noria producen los chorros de agua, siempre contra mí:

—…Irse a ciudad extraña donde el mar es la perdición de todos, no tiene sentido. Cosas así no suceden en esta tierra. Y mira las consecuencias: anda dividido, con el alma partida en cuatro. Hay que verlo, frente al Cristo que está en tu pieza, llorar como lo hacía entre mis brazos cuando era pequeño. ¡Y es que no se consuela de haberle dado la espalda! Todo por culpa de ella, por esa que llamas madre. Tu padre estudiaba para cura cuando por su desdicha hizo aquel viaje funesto, único motivo para que abandonara el seminario. De haber deseado una esposa, debió elegir a Rosario Méndez, de abolengo y prima de tu padre. En tu casa ya llevan cinco criaturas y la “señora” no sabe atenderlas. Las ha repartido como a mostrencas de hospicio. A ti que no eres bonita te dejaron con nosotros. A tu tía Consolación le enviaron los dos muchachos. ¡A ver si con las gemelas tu madre se avispa un poco! De que era muy jovencita ya pasaron siete años. No me vengan con remilgos de que le falta experiencia. Si enredó a tu padre es que le sobra malicia… Yo no llegaré a santa, pero no he de perdonarle que habiendo bordado un alba para que la usara mi hermano en su primera misa, diga la deslenguada que se lo vuelvan ropón y pinten el tul de negro para que ella luzca un refajo…

Por un momento calla. Desquita su furia en las almendras que remuele en el molcajete.

Lentamente salgo, huyo a la huerta y lloro por una pena que todavía no sé cómo es de grande.

Me distraen las hormigas. Un hilo ensangrentado que va más allá de la puerta. Llevan hojas sobre sus cabellos y se me figuran señoritas con sombrilla; ninguna se detiene en la frescura de una rama, ni olvida su consigna y sueña sobre una piedra. Incansables, trabajan sonámbulas cuando arrecia la noche.

Atravieso el patio, aburrida me detengo junto al pozo y en el fondo la pupila de agua abre un pedazo de firmamento. Por el lomo de un ladrillo salta un renacuajo, quiebra la retina y las pestañas de musgo se bañan de azul.

De rodillas, con mi cara hundida en el brocal, deletreo mi nombre y las letras se humedecen con el vaho de la tierra. Luego escupo al fondo hasta que ya no tengo saliva. Me subo al pretil y desde allí, cuando la cortina de lona que libra del calor al patio se asusta con el aire, distingo la sotana de mi tío que va de la sala a la reja. Una mole gigante que suda todo el día, mientras estornudos formidables hacen tambalear su corpulencia.

Sobre sus canas, que la luz pinta de aluminio, veo claramente su enorme verruga semejante a una bola de chicle. Distingo su cara de niño monstruoso y sus fauces que devoran platos de cuajada y semas rellenas de nata frente a mi hambre.

Hace mucho que espera su nombramiento de canónigo. Ahora es capellán de Cumato, la hacienda de los Méndez, distante cinco leguas de donde mis tíos radican.

Llevo dos horas sola. De nuevo busco a mi tía. No importa lo que diga. Ha seguido hablando:

—…Podría haber sido tu madre mi prima Rosario. Entonces vivirías con el lujo de su hacienda, usarías corpiños de tira bordada y no tendrías ese color.

Rosario fue muy bella aunque hoy la mires clavada en un sillón… Pero todo vuelve a lo mismo. El día que llegaste al mundo se quebró como una higuera tierna. Tú apagaste su esperanza. En fin, ya nada tiene remedio…

Silenciosamente me refugio en la sala. El Cristo triplica su agonía en los espejos. Es casi del alto de mi tío, pero llagado y negro, y no termina de cerrar los ojos. Respira, oigo su aliento en las paredes; no soy capaz de mirarlo.

Busco la sombra del naranjo y sin querer regreso a la cocina. No encuentro a tía Carlota. La espero pensando en “su prima Rosario”: la conocí un domingo en la misa de la hacienda. Entró al oratorio, en su sillón de ruedas forrado de terciopelo, cuando principiaba la Epístola. La mantilla ensombrecía su chongo donde se apretaban los rizos igual que un racimo de uvas.

No sé por qué de su cara no me acuerdo: la olvidé con las golosinas servidas en el desayuno; tampoco puse cuidado a la insistencia de sus ojos, pero algo me hace pensar que los tuvo fijos en mí. Sólo me quedó presente la muñequita china, regalo de mi padre, que tenía guardada bajo un capelo como si fuera momia. Le espié las piernas y llevaba calzones con encajitos lila.

Mi tía vuelve y principia la tarde.

La comida es en el corredor. Está lista la mesa; pero a mí nadie me llama.

Cuando mi tío pronuncia la oración de gracias cambia de voz y el latín lo vuelve tartamudo.

—Do do dómine… do do dómine —oigo desde la cocina. Rechino los dientes. Estoy viéndolo desde la ventana. Se adereza siete huevos en medio metro de virote, escoge el mejor filete y del platón de duraznos no deja nada. ¡Quién fuera él!

Siempre dicen que estoy sin hambre porque no quiero el arroz que me da la tía con un caldo rebotado como el agua del pozo. Me consuelo cuando robo teleras y las relleno con píldoras de árnica de las que tiene mi tío en su botiquín. A las siete comienza el rezo en la parroquia. Mi tía me lleva al ofrecimiento, pero no me admiten las de la Vela Perpetua. Dicen que me faltan zapatos blancos.

Me siento en la banca donde las Hijas de María se acurrucan como las golondrinas en los alambres.

Los acólitos cantan. Llueve y por las claraboyas se mete a rezar la lluvia. Pienso que en el patio se ahogan las hormigas.

Me arrulla el susurro de las Avemarías y casi sin sentirlo pregonan el último misterio. Ése sí me gusta. Las niñas riegan agua florida. La esparcen con un clavel que hace de hisopo y después, en la letanía, ofrecen chisporroteantes pebeteros.

La iglesia se llena de copal y el manto de la Virgen se oscurece. La custodia incendia su estrella de púas y se desbocan las campanillas. Un olor de pino crece en la nave arrobada. Flotan rehiletes de humo.

Arrastro los zapatos detrás de mi tía. Como sigue la llovizna, los derrito en el agua y dejo mi rencor en el cieno de los charcos.

Cuando regresamos, mi tío anuncia que ha llegado un telegrama. Al fin van a nombrarlo canónigo y me iré con ellos a México.

No oigo más. Me escondo tras el naranjo. Por primera vez pienso en mis padres. Los reconstruyo mientras barnizo de lodo mis rodillas.

Vinieron en Navidad.

Mi padre es hermoso. Más bien esto me lo dijo la tía. Mejor que su figura recuerdo lo que habló con ella:

—Esta pobrecita niña ni siquiera sacó los ojos de la madre.

Y su hermana repuso:

—Es caprichosa y extraña. No pide ni dulces; pero yo la he visto chupar la mesa en donde extiendo el cuero de membrillo. No vive más que en la huerta con la lengua escaldada de granos de tanto comer los dátiles que no se maduran.

Los ojos de mi madre son como un trébol largo donde hubiera caído sol. La sorprendo por los vidrios de la envejecida puerta. Baila frente al espejo y no le tiene miedo al Cristo. Los volantes de su falda rozan los pies ensangrentados. La contemplo con espanto temiendo que caiga lumbre de la cruz. No sucede nada. Su alegría me asusta y sin embargo yo deseo quererla, dormirme en su regazo, preguntarle por qué es mi madre. Pero ella está de prisa. Cuando cesa de bailar sólo tiene ojos para mi padre. Lo besa con estruendo que me daña y yo quiero que muera.

Ante ella mi padre se transforma. Ya no se asemeja al San Lorenzo que gime atormentado en su parrilla. Ahora se parece al arcángel de la sala y hasta puedo imaginarme que haya sido también un niño, porque su frente se aclara y en su boca lleva amor y una sonrisa que la tía Carlota no le conoce.

Ninguno de los dos se acuerda del Cristo que me persigue con sus ojos que nunca se cierran. Los cristales agrandan sus brazos. Me alejo herida. Al irme escucho la voz de mi madre hablando entre murmullos.

—¿Qué haremos con esta criatura? Heredó todo el ajenjo de tu familia…

Las frases se pierden.

Ya nada de ellos me importa. Paso la tarde cabalgando en el tezontle de la tapia por un camino de tejados, de nubes y tendederos, de gorriones muertos y de hojas amarillas.

En la mañana mis padres se fueron sin despedirse.Mi tía me llama para la cena. Le digo que tengo frío y me voy derecho a la cama.

Cuando empiezo a dormirme siento que ella pone bajo mi almohada un objeto pequeño. Lo palpo, y me sorprende la muñequita china.

No puedo contenerme, descargo mis sollozos y grito:

—¡A mí nadie me quiere, nunca me ha querido nadie!

El canónigo se turba y mi tía llora enloquecida. Empieza a decirme palabras sin sentido. Hasta perdona que Rosario no sea mi madre.

Me derrumbo sin advertir lo duro de las tablas.

Ella me bendice; luego, de rodillas junto a mi cabecera, empieza habla que habla:

Que tengo los ojos limpios de aquellos malos presagios. Que siempre he sido una niña muy buena, que mi color es de trigo y que hasta los propios ángeles quisieran tener mis manos. Pero por lo que más me quiere es por esa tristeza que me hace igual a mi padre.

Finjo que duermo mientras sus lágrimas caen como alfileres sobre mi cara.

Del libro Tiene la noche un árbol

Historia de Mariquita

Nunca supe por qué nos mudábamos de casa con tanta frecuencia. Siempre nuestra mayor preocupación era establecer a Mariquita. A mi madre la desazonaba tenerla en su pieza; ponerla en el comedor tampoco convenía; dejarla en el sótano suponía molestar los sentimientos de mi padre; y exhibirla en la sala era imposible. Las visitas nos habrían enloquecido a preguntas. Así que, invariablemente, después de pensarlo demasiado, la instalaban en nuestra habitación. Digo “nuestra” porque era de todas. Con Mariquita, allí, dormíamos siete.

Mi papá siempre fue un hombre práctico; había viajado mucho y conocía los camarotes. En ellos se inspiró para idear aquél sistema de literas que economizaba espacio y facilitaba que cada una durmiera en su cama.

Como explico, lo importante era descubrir el lugar para Mariquita. En ocasiones quedaba debajo de una cama, otras en un rincón estratégico; pero la mayoría de las veces la localizábamos arriba del ropero.

Esta situación sólo nos interesaba a las dos mayores; las demás, aún pequeñas, no se preocupaban.

Para mí, disfrutar de su compañía me pareció muy divertido; pero mi hermana Carmelita vivió bajo el terror de esta existencia. Nunca entró sola a la pieza y estoy segura de que fue Mariquita quien la sostuvo tan amarilla; pues, aunque solamente la vio una ocasión, asegura que la perseguía por toda la casa.

Mariquita nació primero; fue nuestra hermana mayor. Yo la conocí cuando llevaba diez años en el agua y me dio mucho trabajo averiguar su historia.

Su pasado es corto, y muy triste: Llegó una mañana con el pulso trémulo y antes de tiempo. Como nadie la esperaba, la cuna estaba fría y hubo que calentarla con botellas calientes; trajeron mantas y cuidaron que la pieza estuviera bien cerrada. Isabel, la que iba a ser su madrina en el bautizo, la vio como una almendra descolorida sobre el tul de sus almohadas. La sintió tan desvalida en aquél cañón de vidrios que sólo por ternura se la escondió en los brazos. Le pronosticó rizos rubios y ojos más azules que la flor del helitropo. Pero la niña era tan sensible y delicada que empezó a morir.

Dicen que mi padre la bautizó rápidamente y que estuvo horas enteras frente a su cunita sin aceptar su muerte. Nadie pudo convencerlo de que debía enterrarla. Llevó su empeño insensato hasta esconderla en aquel pomo de chiles que yo descubrí un día en el ropero, el cual estaba protegido por un envase carmesí de forma tan extraña que el más indiferente se sentía obligado a preguntar de qué se trataba.

Recuerdo que por lo menos una vez al año papá reponía el líquido del pomo con nueva sustancia de su química exclusiva —imagino sería aguardiente con sosa cáustica—. Este trabajo lo efectuaba emocionado y quizá con el pensamiento de lo bien que estaríamos sus otras hijas en silenciosos frascos de cristal, fuera de tantos peligros como auguraba que encontraríamos en el mundo.

Claro está que el secreto lo guardábamos en familia. Fueron muy raras las personas que llegaron a descubrirlo y ninguna de éstas perduró en nuestra amistad. Al principio se llenaban de estupor, luego se movían llenas de recelo, por último desertaban haciendo comentarios poco agradables acerca de nuestras costumbres. La exclusión fue total cuando una de mis tías contó que mi papá tenía guardado en un estuche de seda el ombligo de una de sus hijas. Era cierto. Ahora yo lo conservo: es pequeño como un caballito de mar y no lo tiro porque a lo mejor me pertenece.

•••

Pasó el tiempo, crecimos todas. Mis padres ya no estaban entre nosotras; pero seguíamos cambiándonos de casa y empezó a agravarse el problema de la situación de Mariquita.

Alquilamos un señorial caserón en ruinas. Las grietas anunciaban la demolición. Para tapar las bocas que hacían gestos en los cuartos distribuimos pinturas y cuadros sin interesarnos las conveniencias estéticas. Cuando la rajadura era larga como un túnel la cubríamos con algún gobelino en donde las garzas, que nadaban en punto de cruz de añil, hubieran podido excursionar por el hondo agujero. Si la grieta era como una cueva, le sobreponíamos un plato fino, un listón o dibujos de flores. Hubo un problema con el socavón inferior de la sala; no decidíamos si cubrirlo con un jarrón ming o decorarlo como oportuno nicho o plantarle un pirograbado japonés.

Un mustio corredor que se metía a los cuartos encuadraba la fuente de nuestro palacio. Con justo delirio de grandeza dimos una mano de polvo de mármol al desahuciado cemento de la pila, que no se quedó ni de pórfido ni de jaspe, sino de ruin y altisonante barro. En la parte de atrás, donde otros hubieran puesto gallinas, hicimos un jardín a la americana, con su pasto, su pérgola verde y gran variedad de enredaderas, rosales y cuanto nos permitiera desfogar nuestro complejo residencial.

La casa se veía muy alegre; pero así y todo había duendes. En los excepcionales minutos de silencio ocurrían derrumbes innecesarios, sorprendentes bailoteos de candiles y paredes, o inocentes quebraderos de trastos y cristales. Las primeras veces revisábamos minuciosamente los cuartos, después nos fuimos acostumbrando, y cuando se repetían estos dislates no hacíamos caso.

Las sirvientas inventaron que la culpable era la niña que escondíamos en el ropero: que en las noches su fantasma recorría el vecindario. Corrió la voz y el compromiso de las explicaciones; como todas éramos solteras con bastante buena reputación se puso el caso muy difícil. Fueron tantas las habladurías que la única decente resultó ser la niña del bote a la que siquiera no levantaron calumnias.

Para enterrarla se necesitaba un acta de defunción que ningún médico quiso extender. Mientras tanto la criatura, que llevaba tres años sin cambio de agua, se había sentado en el fondo del frasco definitivamente aburrida. El líquido amarillento le enturbiaba el paisaje.

Decidimos enterrarla en el jardín. Señalamos su tumba con una aureola de mastuerzos y una pequeña cruz como si se tratara de un canario.

Ahora hemos vuelto a mudarnos y no puedo olvidar el prado que encarcela su cuerpecito. Me preocupa saber si existe alguien que cuide el verde Limbo donde habita y si en las tardes todavía la arrullan las palomas.

Cuando contemplo el entrañable estuche que la guardó veinte años, se me nubla el corazón de nostalgia como el de aquellos que conservan una jaula vacía; se me agolpan las tristezas que viví frente a su sueño; reconstruyo mi soledad y descubro que esta niña ligó mi infancia a su muda compañía.

Guadalupe Dueñas

Del Libro “Tiene la noche un árbol”

Sueño soñado

La casa es de noche, las puertas imaginarias, los cerrojos de fuego. Corre llanto cuesta abajo y el corazón yace en la secura. Podría apagar la sed si bebiera agua de las grietas; pero me separa el vientre pantanoso del estanque. ¡Ay!, todo galopa, se adelantan las llamas, desciende el miedo por laderas empinadas, va serpenteando entre escombros. Monjes desconocidos avanzan con pasos de enormes ciempiés; se deslizan sin que nadie pueda darles alcance. En el vacío los miro triscar la hierba del paraje, apaciblemente, como una manada de ovejas que manchara la llanura con sus vellones. Los juncos y mis cabellos flotan. Se vuelca la niebla dejándome ciega, ciega de hollín y de espanto. El peso de mis alas me tritura y mi alma se desplaza hasta el vértigo, mientras la nada se derrite entre mis manos como algodón de azúcar.

Inmersa en esta negrura donde la sensación de soledad es tan alta, que la última estrella se pierde en el asfalto, descubro mi rostro. Mi rostro es… ¡no! Mis brazos se alargan, se hunden, llueven. Moscas gordas y doradas me habitan. Imperceptibles libélulas me circundan, hasta que la humedad las deja inmóviles en este infinito cansancio de soñar que sueño.

Características de Dueñas

Cada cuento de Guadalupe, en verdad, es un pequeño, cerrado y acabado mundo; un diamante amorosamente pulido que encierra arrebatados insomnios y un casi voluptuoso énfasis en la corrección; una personal tormenta que lúdicamente se filtra por las venas de la mano que sostiene la pluma; algo cercano al afán de santidad que padece una de sus personajes. El perfeccionismo de ésta orfebre de las letras pudo haber truncado su escritura mucho antes que la falsa pureza de sus detractores. La prosa de Guadalupe Dueñas, no importando lo espantoso, lo sangriento de varias de sus tramas, es poesía en estado puro, como en “Historia de Mariquita”, cuento incluido en su primer libro publicado por primera vez en 1958, Tiene la noche un árbol, donde se narra las consecuencias del empeño de una madre por conservar a su malograda hija mayor en un frasco de chiles sobre las hijas sobrevivientes. Por lo general, Guadalupe narra desde el cuerpo torturado; desde el cuerpo despreciado, vejado... desde el cadáver inmundo. Como Rulfo, su paisano, plasmó actos de barbarie frecuentes en su entorno jalisciense. En “Cuento de indios”, el texto más extenso de No moriré..., expone, no sin ironía, como los machos pueblerinos preferían una hija violada a una quedada... como el padre de Engracia, que monta una farsa tragicómica para librar a esta de las pullas que su avanzada virginidad incita. En “La dama gorda”, del mismo libro, lleva hasta el delirio la enfermiza curiosidad en torno a una rica dama obesa, devotamente seguida por su chofer, un rubio y apuesto joven que virtualmente se la come con los ojos. El lector se verá inevitable contagiado por el grotesco morbo de la narradora que a toda costa quiere saber qué come la gorda y, posteriormente, el motivo del chofer para amarla al grado del crimen. Guadalupe consigue fusionar el horror con el humor en forma poco más que exquisita, pero también aplica ambos por separado, brindándonos cuentos antagónicos como “Prueba de inteligencia”, de Tiene la noche... y “Pasos en la escalera”, de No moriré... El primero parodia la supuesta estupidez de las mujeres bonitas; el segundo es un cuento terrorífico, cercano a lo gore, como varios incluidos en el mismo volumen.